El lenguaje es una herramienta que los seres humanos utilizamos para muchas cosas, continuamente, no sólo para entendernos en aspectos de mera utilidad sino también en otros planos de pensamiento más profundo. Expresamos nuestros planteamientos mentales, hablamos de nuestras emociones y también lo utilizamos para comunicar o entender lo más sutil, lo más sagrado, lo espiritual, nuestra esencia, el sentido de la vida…
Es tan amplio el campo que ocupa lo que pretendemos expresar; nada más y nada menos que toda nuestra complejidad como seres humanos. Una tarea inabarcable que adjudicamos al lenguaje. Es esencial comprender esto porque pasamos años, por no decir la vida entera, sin percatarnos de lo importante que es atender y entender a nuestros congéneres, a los múltiples interlocutores que conocemos y con los que nos relacionamos a lo largo de nuestra vida.
Hacerlo es esencial y nos beneficia enormemente. Cuando estemos frente a una persona, pongamos toda nuestra atención, dirijamos toda nuestra energía a ese instante y se dará una comunión entre ambos, ese es el plano óptimo de comunicación. ¿Difícil? Muy difícil llevarlo a la práctica. ¿Por qué? Porque no prestamos atención a casi nada y a todo a la vez, porque hemos caído en la superficialidad, en la dispersión, en la inmediatez, en no tener tiempo, en no estar centrados.
Hay que entender que nos estamos moviendo en un todo, en una unidad y que la comprensión del otro es la comprensión de nosotros mismos. Somos manifestaciones temporales en la escuela de la vida donde tratamos de aprender y de entender. Somos espejos unos de otros y esa es la magia de la verdadera comunicación.
Siempre hay que prestar atención, incluso para el más básico aprendizaje y, para acceder a planos más elevados de conciencia es necesario trascender el lenguaje, las palabras son señales que meramente apuntan a lo inexpresable y en esa comunicación de lo sutil la atención plena es imprescindible, así como el silencio abre otro plano de comunicación: el de lo inexpresable.